Las dos caras

17 Octubre 2019.

El turismo ha sido y seguirá siendo un factor clave en el desarrollo económico de los destinos que le abren sus puertas, pero también se perfila como una seria amenaza cuando el ingreso desaforado de viajeros —como viene sucediendo en algunos de ellos— desborda los límites responsablemente recomendables y dejan por el camino una estela de consecuencias socioambientales en las comunidades receptoras.

Bien es cierto que el primer impacto de una oferta turística organizada es altamente positivo, por cuanto produce beneficios económicos y sociales, atrae inversiones y genera empleo. Basta ver los efectos favorables reflejados en la balanza de pagos de muchos países, varios de ellos en vías de desarrollo, que hicieron de la actividad un estratégico motor de progreso, utilizando los recursos culturales, naturales y patrimoniales como fuente de oportunidades para promover su modernización socioeconómica y cultural.

Sin embargo, en los últimos tiempos se ha comenzado a sentir y, de paso, a evaluar la otra cara de la moneda, representada en los altos costos que origina la industria, a la luz de la compleja situación que empieza a oscurecer el panorama de ciertos destinos, en el que ese crecimiento excesivo de visitantes ha conducido a la sobrepoblación de las áreas habitables, alterando los estilos de vida y sometiendo la infraestructura física a una enorme presión.

Un destino de talla mundial como Barcelona ha sido saturado por el turismo y se transforma en aberrante pandemónium durante los álgidos y concurridos períodos de vacaciones. El año pasado sobrepasó los 30 millones de visitantes, una cifra sorprendente para una ciudad, cuya población apenas sí merodea por entre los dos millones de personas. Igual sucede, dentro de sus propias características y proporciones, con Palma de Mallorca, París, Tokio, Berlín y Bari, otros lugares afectados por este fenómeno disruptivo.

Buena parte de los residentes de estos destinos invadidos por hordas imparables de turistas se han visto obligados a cambiar su cotidianidad y muchos han decidido enclaustrarse durante los picos de las temporadas turísticas para librarse del atafago de las avenidas y de los centros turísticos. Pero todos, sin excepción, deben pagar el alto precio ocasionado por el exceso de visitantes, y que se explica en fenómenos como la inflación y la especulación inmobiliaria, o en problemas como la contaminación y los daños ambientales.

Ese crecimiento desmedido de turistas en algunos destinos estratégicos ha dado origen en España —el país más competitivo del mundo en el sector del turismo— al término turismofobia, como se ha dado en calificar la actitud de rechazo a la llegada de visitantes. Protestas populares antituristas han desencadenado en actos vandálicos, como los ocurridos en los últimos años en el País Vasco, Cataluña y Baleares, una reacción social se extiende por todo el sur de Europa y estimula la creación de organizaciones ciudadanas que promueven la lucha frontal contra el turismo y su impacto negativo en los residentes locales.

Controlar el flujo de visitantes en los destinos turísticos parece ser una tarea improbable, pero se vuelve una necesidad imperiosa cuando aquel se aproxima al punto de inflexión. Exige de políticas públicas que comprometan el respeto y cumplimiento de la capacidad de carga física, ambiental y perceptual, a fin de minimizar los impactos negativos. A medida que los turistas sobrepasan los pronósticos y desbordan los destinos, las infraestructuras, la calidad de vida y los servicios se deterioran, y los costos, además de hacerse insostenibles, superan los beneficios.

El turismo genera divisas, aumenta el empleo, dinamiza la inversión y promueve el desarrollo, pero también acarrea consecuencias negativas si no se le sabe administrar. Es un bien necesario, más aún en países como el nuestro, con enorme potencial turístico y apremiantes necesidades económicas en regiones con disponibilidad para transformarlo en motor de progreso.

Pero como cualquiera otra actividad, presenta las dos caras de la moneda, y el éxito está en conseguir que esta caiga parada, es decir, que determine el equilibrio entre el ingreso de turistas y el beneficio local, de modo que su sostenibilidad sirva de vacuna —antirrábica— contra la turismofobia.

Posdata. Los impactos regresivos del turismo son consecuencia de los mismos turistas. Estos deben ser conscientes de que son parte del problema y que su toma de decisiones de viaje debe ser responsable y debería excluir lugares sensibles que corran el riesgo de deteriorarse y se afecte el nivel de vida de sus residentes.

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