El periodismo literario

14 enero 2020 –

Por: Eduardo Escobar, El Tiempo –

No solo se vive de la ramplonería de la verdad más aparente de las cosas.

En unos diarios recién publicados, Héctor Abad hace una anotación que asumí abusivamente como un reproche a la vida que llevo desde la juventud como periodista y escritor de libros. Dice, palabras más o menos, que el mundo está lleno de miserias, y que los periodistas se esconden en la literatura. Y cita a Joubert. El amigo de Chateaubriand, y revolucionario un breve tiempo, según Wikipedia, para quien los periodistas jóvenes escribían sobre lo que no merecería estar bien escrito. Leí en Spengler un enigma parecido. A propósito de Mommsen. A quien entristece que algunos escritores como Tácito cuenten lo que habrían debido callar y callen lo que hubieran debido decir. Sí. Existen los camuflados en la literatura. Esos que a cierta edad, después de fracasar en lo demás, se dedican a escribir historias inventadas, y retruécanos en prosa cortada que ahora llaman poesía. Cuando falta el espíritu creador, algunos se entregan a la política. Que también pide el don de la elocuencia, pero sobre todo la astucia de medrar al amparo de algún trapo con pretensiones de arcoíris, un par de consignas con cara de principios, y un padrino.

No solo se vive de la ramplonería de la verdad más aparente de las cosas. Los periódicos desde los comienzos de la modernidad publicaban sonetos en sus páginas diarias, y novelones románticos de sábado con ilustraciones de aguafuertes sombríos. Entremezclados con los bandidos y los políticos y las putas de las finanzas de postín, ofrecían a sus lectores efusiones, elogios a la luna y novelas lacrimógenas de muchachas enamoradas de caballeros plagados de neurosis y colonizadas por algún bacilo de moda sin antibiótico conocido. No había televisión. Representaban lo que hoy las series yanquis y los culebrones latinoamericanos, para un tiempo cuando anochecía más largo, y los periódicos contribuían a la masacre de ballenas, puesto que quienes podían comprarlos y leerlos cebaban sus bujías con las grasas del mayor de los mamíferos. Los pobres se bastaban con los inestables velones de sebo de cerdo. Y usaban los diarios para encender fogones ahorrando paja, y para mitigar el deshonor del retrete, en el trono del clavo: los dispensadores de porcelana estaban por inventar.

Son imprescindibles en las sociedades modernas esos particulares periodistas que andan husmeando en las privacidades de sus prójimos, espiándoles los rastros, el saldo, las llamadas secretas. No es extraño que los periodistas de mayor prestigio y de más ancha pantalla sean también los encargados de ventilar las basuras del poder y del delito, en ese límite donde los negocios y la política se tocan con la delincuencia. Son las sirvientas de la moral, a veces sobrecargadas de rencor, sevicia, encono, porque así son los moralistas, los verdaderos y los meros hipócritas que cargan en los demás pesos que ellos no llevan. Los perros guardianes de la norma son imprescindibles en una sociedad saludable. El carácter que los anima es lo de menos siempre que ayuden a desopilar ratoneras y a asolear los trapos de los avivatos. Sin embargo, a mí me da una inmensa pereza, y mucho asco, poner a funcionar las neuronas con los estímulos de la coyuntura, en los enconos emocionales que le dan el aspecto a la vida social. Me dicen más cosas los libros de algunos muertos que el cacareo de mucha gente viva. O que se lo cree. Cuando solo obedece al pavoneo. Los nombres de los protagonistas de los procesos de la superficie no interesan. Los poemas de Homero permanecen incólumes, activos, en la memoria del mundo, aunque ya no sepamos cómo se llamaban los mandamases de los días cuando escribió, ni dónde están esos polvos que hicieron tanto ruido. Pinochet y Fidel Castro son el mismo animal. Las ondas efímeras, y envenenadas, los rizos en la superficie de la gran corriente de la vida profunda. Su circo aporta la paradoja y la sorpresa cómica. Que nos salva del engolosinamiento en lo meramente lamentable y de la simonía que convierte el dolor en un modo de vida, como una tienda.